Así es como llaman a nuestra (nunca suficientemente) querida Iberia en los aeropuertos yankis. El haber hecho dos vuelos con esta compañía en menos de 24 horas hace que una sienta ganas de encerrarse durante días y días y dormir y dormir hasta olvidarlo todo. Sobre todo si hay caos de por medio.
Vale, a lo mejor estoy exagerando un poco pero algo de cierto hay. Mi primer vuelo con "Aibiria" salía de Chicago, se retrasó tres horas y ocurrió después de coger un vuelo en San Francisco a horas intempestivas (hora local). Durante la espera (tanto en aeropuerto como la otra hora larga que pasó una vez embarcados), estuve entretenida pensando que el avión se retrasaría tanto que no me daría tiempo a llegar a Berlín por la noche, que las nubes de cenizas colapsarían todo y que Aibiria no me compensaria los daños psicológicos producidos por el pifostio.
Cuando por fin pudimos despegar, cai fulminada por el cansancio y me quedé dormida, situación que se repitió varias veces durante el vuelo. Concretamente, en los segundos posteriores a cada vez que alguien entraba o salía del baño y me daba un codazo, incidentes propiciados por mi privilegiada situación: en el pasillo, tan sólo a tres filas de distancia de los aseos.
Llegamos al aeropuerto (todas las maletas también, como ya conté anteriormente) y me dispuse a ir a casa, rehacer maletas y ducharme. ¿Qué me encontré a mi vuelta? Pues un paquete con dos ejemplares del libro de las bragas y tres más de otra aberración que tuve que maquetar durante mi beca Argo y que no había agua caliente. Me puse a hacer la maleta mientras mi madre calentaba agua para lavarme, como antiguamente y, justo cuando el agua ya estaba calentada, volvió a funcionar el grifo del agua caliente. Luego tuve que cambiar todo de maleta, porque mi madre decidió que la que quería llevarme (una maleta rígida) no era adecuada paralos golpes que se puede llevar un equipaje en un aeropuerto y no se quedó tranquila hasta que no cambié todo a otra maleta (una que a la mínima hostia puede desintegrarse).
Con todo esto, me dirigí al aeropuerto. De pronto, en algún punto del trayecto, me quedé dormida de golpe. Primer efecto del jet-lag. Afortunadamente, conducía mi padre. En el aeropuerto me tocó esperar (una hora de retraso, nada más) y en el avión me tocó un asiento con el botón de abatir respaldo roto (más bien arrancado). Antes de despegar pegué una cabezada que casi parte mi cuello y la ventanilla. Segundo efecto del jet-lag. Así fui todo el vuelo, como si tuviera narcolepsia.
La llegada a Berlín transcurrió sin incidentes. La amiga que me aloja en su casa me dio unas pastillas que vienen muy bien para combatir el jet-lag y ya no me duermo por ahí pero el desajuste horario me ha desajustado también la tripa. Tercer efecto del jet-lag y algo bastante incómodo para un evento en el que tienes que presentarte a distintas empresas para conseguir un trabajo.
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martes, 11 de mayo de 2010
domingo, 9 de mayo de 2010
Gran finde
¿Qué es lo mejor que se puede hacer un fin de semana? Cualquier cosa, excepto perderlo en aviones y aeropuertos, que es lo que estoy haciendo yo. No sigáis mi ejemplo que no es bueno.
Salí de San Francisco a las 6:00 (hora local del sábado). Poco después de las 3:00, dejamos el hotel correspondiente, pedimos un taxi y tiramos para el aeropuerto de San Francisco. Dejamos las maletas en facturación directamente con dirección Madrid (espero que lleguen, que nosotros tenemos otro vuelo por medio) y vamos a pasar los controles pertinentes. La alerta antiterrorista está en el nivel naranja, nos quitamos los zapatos (y yo con unos calcetines de lo más soso, qué pena), llenamos varias bandejas con nuestros correspondientes trastos y tiramos para adentro. Alguna maleta pasa varias veces por el escáner pero es lo de menos. Yo tardo mil años en quitarme y ponerme las zapatillas (cosas de las Converse de media bota). Llega la hora de embarcar y yo me duermo en cuanto puedo reclinar el asiento.
Cuatro horas después (o eso creo, cuando duermes no calculas igual de bien el tiempo), llegamos a Chicago, donde salimos a por los billetes del vuelo a Madrid, hacemos un segundo control (vuelta a descalzarse) y pasamos horas y horas y más horas hasta que, con tres horas de retraso según lo previsto, nuestro vuelo quiere salir rumbo a España. Cosas de las nubes de ceniza volcánica, que los pilotos no sabían por dónde entrar. En teoría nos van a desviar por Casablanca pero finalmente no lo hacen y entramos por el sur de Portugal. Me da igual, yo pienso volver a dormirme, que nueve horas son muchas horas y el fin de semana promete.
Por fin llegamos a Madrid. ¿Estarán las maletas? A la ida ya se perdió una, sería mucha casualidad (y mala suerte) que se perdiera otra más a la vuelta. Las maletas están. Abrimos para redistribuir los trastos (uno de mis compañeros de viaje llevaba sobrepeso) y vemos unas agradables notas de seguridad aérea del aeropuerto de San Francisco, anunciando que nos han abierto el equipaje. A todo esto, creo que me han jodido el único candado que tenía. Pero no me doy cuenta, estoy más preocupada por saber si esta tarde podré volar a Berlín.
Al salir de la recogida de equipajes, mi padre me tranquiliza: mi vuelo de la tarde sigue anunciado en las pantallas de salidas. Ya en casa, hacemos otra comprobación vía web en el aeropuerto de destino: el vuelo sigue programado. Otra cosa es por dónde me desvíen y a qué hora llegue allí. Espero que el evento no se cancele, porque lo que estoy sufriendo para llegar a tiempo no tiene precio.
Salí de San Francisco a las 6:00 (hora local del sábado). Poco después de las 3:00, dejamos el hotel correspondiente, pedimos un taxi y tiramos para el aeropuerto de San Francisco. Dejamos las maletas en facturación directamente con dirección Madrid (espero que lleguen, que nosotros tenemos otro vuelo por medio) y vamos a pasar los controles pertinentes. La alerta antiterrorista está en el nivel naranja, nos quitamos los zapatos (y yo con unos calcetines de lo más soso, qué pena), llenamos varias bandejas con nuestros correspondientes trastos y tiramos para adentro. Alguna maleta pasa varias veces por el escáner pero es lo de menos. Yo tardo mil años en quitarme y ponerme las zapatillas (cosas de las Converse de media bota). Llega la hora de embarcar y yo me duermo en cuanto puedo reclinar el asiento.
Cuatro horas después (o eso creo, cuando duermes no calculas igual de bien el tiempo), llegamos a Chicago, donde salimos a por los billetes del vuelo a Madrid, hacemos un segundo control (vuelta a descalzarse) y pasamos horas y horas y más horas hasta que, con tres horas de retraso según lo previsto, nuestro vuelo quiere salir rumbo a España. Cosas de las nubes de ceniza volcánica, que los pilotos no sabían por dónde entrar. En teoría nos van a desviar por Casablanca pero finalmente no lo hacen y entramos por el sur de Portugal. Me da igual, yo pienso volver a dormirme, que nueve horas son muchas horas y el fin de semana promete.
Por fin llegamos a Madrid. ¿Estarán las maletas? A la ida ya se perdió una, sería mucha casualidad (y mala suerte) que se perdiera otra más a la vuelta. Las maletas están. Abrimos para redistribuir los trastos (uno de mis compañeros de viaje llevaba sobrepeso) y vemos unas agradables notas de seguridad aérea del aeropuerto de San Francisco, anunciando que nos han abierto el equipaje. A todo esto, creo que me han jodido el único candado que tenía. Pero no me doy cuenta, estoy más preocupada por saber si esta tarde podré volar a Berlín.
Al salir de la recogida de equipajes, mi padre me tranquiliza: mi vuelo de la tarde sigue anunciado en las pantallas de salidas. Ya en casa, hacemos otra comprobación vía web en el aeropuerto de destino: el vuelo sigue programado. Otra cosa es por dónde me desvíen y a qué hora llegue allí. Espero que el evento no se cancele, porque lo que estoy sufriendo para llegar a tiempo no tiene precio.
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