Llegamos al aeropuerto O'Hare de Chicago y lo primero que encontramos es una cola del copón para entregar los visados y pasar el control de pasaportes. A Gamab y a mí nos toca un tipo muy majo (Mr. Williamson), al hombre manso le toca uno más sosete, que le pregunta dónde trabaja y cuántos días estará en Estados Unidos, y al hombre del restroom le toca el estreñido, que lo retiene durante un montón de tiempo, mientras los demás vamos a buscar las maletas.
La maleta del hombre del restroom no aparece pero hay una parecida a la suya dando vueltas a la cinta, lo que hace sospechar que se trata de un error humano. Reclamamos en Iberia (a partir de ahora "Aibiria") pero nada. Margarita (la señora latinoamericana de detrás del mostrador) va a ver si la encuentra y nos da un teléfono en una hoja escrita íntegramente en Comic Sans. Nota: no te fíes de una compañía aérea que redacta las notas informativas en Comic Sans.
El siguiente paso es ir a recoger el coche. Las apuestas apuntan a Trail Blazer, Tahoe (ojalá), Suburban y Ford Explorer. Nos ofrecen el Tahoe (¡¡¡bieeeen!!!) pero hay que pagar un plus de 15€ al día para que nos incluyan el GPS (oooooh), así que nos dan un Ford Explorer rojo metalizado muy bonito que irá cambiando de color durante el viaje. El interior parece cuero y madera pero finalmente es plástico que imita cuero y plástico que imita madera. Por algo es el coche más barato que se puede alquilar en el que quepamos los cuatro con todos nuestros trastos (y tiene GPS).
Comparado con el resto de coches típicos americanos (entre los que destaca el Silverado, al que a partir de ahora llamaremos "Asilvestrado, el coche de los garrulos" o sólo "Asilvestrado") no es tan grande. Comparado con los coches europeos que hay en Chicago (la inmensa mayoría) es enorme. Por los coches, los precios de los restaurantes y las tiendas y los miles de edificios de apartamentos de lujo que hay, deducimos que en Chicago están podridos de pasta.
Al llegar al hotel vemos un mueblecito de metacrilato en el que, según un cartelito, debería haber galletas caseras para los huéspedes pero está vacío. El recepcionista es un señor muy majo, se da cuenta, se va por una puerta y, al rato, empieza a oler a galleta recién hecha. Madre mía, son las mejores galletas que he probado nunca; creo que le voy a decir a Hell's Tea que aprenda a hacerlas, así le saca provecho a su horno wireless.
Después de dar una vuelta por el centro de la ciudad, hacer algunas fotos y que nos claven por aparcar(4,25$ la hora, hasta un máximo de dos horas), volvemos al hotel. De paso, cogemos algo en el drive-thru del Burrikin (si es que esta gente va en coche a todo) y nos vamos a dormir pronto porque estamos destrozados, cosa normal cuando tu día tiene 31 horas en vez de 24.
Ah, y vimos un tren de 142 vagones, que los conté uno por uno mientras esperábamos a que pasara para poder cruzar el paso a nivel.
Primero completa la ruta y luego negociamos lo de las galletas, chata.
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